Arte Escénico
nº 24.- Ana DIOSDADO - Y de Cachemira chales
Obra en dos partes
Preyson, 1983. 118 pags.
Estrenada en el teatro Valle-Inclán de Madrid el 9 de septiembre de 1976.
Personajes: Juan (Narciso Ibáñez Menta), Dani (Nicolás Dueñas), Biel (Jaime Blanch), Espe (Sandra Sutherland)
Escenario: Una planta en unos grandes almacenes.
Bienvenidos
La literatura teatral en España experimentó un auge con la llegada del siglo XX, coincidiendo con la expansión del libro como vehículo de difusión de la cultura. Junto a las publicaciones de poesía, de novela, de cuento, de actualidad o de información general, se fue desarrollando también una rica y no siempre bien estudiada bibliografía que recoge sobre el papel la actualidad de lo que tenía lugar sobre los escenarios.
Aunque el teatro en principio se concibe para ser visto o representado, es indudable que nadie puede asimilar todo lo que sube a las tablas, que a menudo además no alcanza los mínimos de calidad suficientes para trascender más allá de la época en que se estrenaban (a veces las obras se representaban una sola vez antes de caer en el olvido eterno). Y por el contrario, había otras piezas que, bien por tratarse de clásicos de siglos precedentes o de incuestionable valor (tanto españolas como extranjeras), merecían la gloria de ser conocidas por públicos de las generaciones posteriores, sin tener que esperar a que se representasen alguna vez. Eso, sin contar con que los actores y actrices que habían de asumir algún papel en las obras necesitaban un soporte físico con el que trabajar.
Es por ello que de forma regular y constante empiezan a surgir empresas de artes gráficas que apuestan por la literatura dramática, aunque sea empleando unos materiales (papel, tintas, etc) a menudo de poca calidad y poco aptos para resistir el paso del tiempo.
Todas las colecciones que van apareciendo, sobre todo hacia los años 20, presentan algunos elementos en común.
En primer lugar, la publicidad. Algo que a buen seguro a los consumidores de antaño no les haría mucha gracia pero que hoy nos resulta sumamente atractivo, porque sirve para conocer de forma indirecta las inquietudes, el modo de vida y hasta los gustos de aquella sociedad. Lo mismo anuncian en contraportadas o páginas interiores rudimentarios productos de belleza o soluciones para los callos, que bombillas, complejos vitamínicos, o por supuesto publicidad de otras revistas o publicaciones del propio editor. Como solían hacer mención al precio de lo que se anunciaba, sabemos también lo que costaban ciertos artículos: cifras que hoy nos parecen insignificantes, pero que en su momento serían prohibitivas para una gran parte de aquellos ciudadanos.
En segundo lugar, las portadas. En muchos casos incorporaban caricaturas de los actores, autores o compositores responsables o que intervenían en la representación que tenía lugar más o menos simultáneamente a la publicación de la obra. De esta forma, se fue creando una rica galería de rostros de personajes vinculados al mundillo teatral, muchos de los cuales son hoy verdaderas leyendas: maría guerrero, margarita xirgu, lola membrives, milagros leal, ricardo calvo, los mesejo, emilio thuillier, carlos arniches, los quintero, muñoz seca, tomás bretón, el maestro serrano, romero y fernández shaw, etc.
En tercer lugar, la austeridad en el texto, que se comprime todo lo que se puede para tratar de que cada número ocupe el menor número de páginas posible. Ello lleva a emplear abreviaturas al comienzo de cada parlamento para designar a quien habla, que a la larga suele ser una dificultad añadida para el lector de cara a representarse mentalmente quién es el personaje que interviene.
En cuarto lugar, la dudosa calidad de gran parte de las obras publicadas, que -en esto hemos cambiado poco- solía obedecer más a criterios de oportunidad que de verdadero rigor artístico. Si hacemos un análisis profundo de la clase de teatro que se iba editando en las primeras décadas del pasado siglo, encontramos que junto a una minoría de piezas verdaderamente indiscutibles (de benavente, los quintero, azorín, etc.), hay demasiada paja como para que los lectores aficionados cayesen en la tentación de comprarlas con asiduidad. Y respecto de los clásicos, se presentaban retocados, mal adaptados, mutilados, hechos a medida de los gustos o las exigencias de la época. Lo mismo podría decirse de algunas obras de teatro extranjero (ibsen, d'annunzio, etc.), que se presentaban en traducciones no demasiado solventes.
Era aún la época del teatro en verso, aunque empezaba a imponerse también el escrito en prosa. Pero aún triunfaban los Villaespesa, Marquina, etc. frente a los Unamuno o Benavente. Y unas décadas en las que lo cómico, frívolo y superficial se imponía claramente sobre lo dramático.
No todas las colecciones tuvieron la misma singladura. Algunas pasaron con más pena que gloria, con apenas un centenar de títulos, y otras se prolongaron durante décadas, hasta alcanzar más de 700 números. Aquí pretendo recordar la mayor parte de ellas, incluso las publicadas en las postrimerías del siglo XX, aunque no siempre hay información suficiente respecto de su duración, contenido, fecha de estreno de las obras publicadas, etc.
Sed bienvenidos. Muy pronto el veneno del teatro empezará a hacer efecto.
Juan Ballester
Aunque el teatro en principio se concibe para ser visto o representado, es indudable que nadie puede asimilar todo lo que sube a las tablas, que a menudo además no alcanza los mínimos de calidad suficientes para trascender más allá de la época en que se estrenaban (a veces las obras se representaban una sola vez antes de caer en el olvido eterno). Y por el contrario, había otras piezas que, bien por tratarse de clásicos de siglos precedentes o de incuestionable valor (tanto españolas como extranjeras), merecían la gloria de ser conocidas por públicos de las generaciones posteriores, sin tener que esperar a que se representasen alguna vez. Eso, sin contar con que los actores y actrices que habían de asumir algún papel en las obras necesitaban un soporte físico con el que trabajar.
Es por ello que de forma regular y constante empiezan a surgir empresas de artes gráficas que apuestan por la literatura dramática, aunque sea empleando unos materiales (papel, tintas, etc) a menudo de poca calidad y poco aptos para resistir el paso del tiempo.
Todas las colecciones que van apareciendo, sobre todo hacia los años 20, presentan algunos elementos en común.
En primer lugar, la publicidad. Algo que a buen seguro a los consumidores de antaño no les haría mucha gracia pero que hoy nos resulta sumamente atractivo, porque sirve para conocer de forma indirecta las inquietudes, el modo de vida y hasta los gustos de aquella sociedad. Lo mismo anuncian en contraportadas o páginas interiores rudimentarios productos de belleza o soluciones para los callos, que bombillas, complejos vitamínicos, o por supuesto publicidad de otras revistas o publicaciones del propio editor. Como solían hacer mención al precio de lo que se anunciaba, sabemos también lo que costaban ciertos artículos: cifras que hoy nos parecen insignificantes, pero que en su momento serían prohibitivas para una gran parte de aquellos ciudadanos.
En segundo lugar, las portadas. En muchos casos incorporaban caricaturas de los actores, autores o compositores responsables o que intervenían en la representación que tenía lugar más o menos simultáneamente a la publicación de la obra. De esta forma, se fue creando una rica galería de rostros de personajes vinculados al mundillo teatral, muchos de los cuales son hoy verdaderas leyendas: maría guerrero, margarita xirgu, lola membrives, milagros leal, ricardo calvo, los mesejo, emilio thuillier, carlos arniches, los quintero, muñoz seca, tomás bretón, el maestro serrano, romero y fernández shaw, etc.
En tercer lugar, la austeridad en el texto, que se comprime todo lo que se puede para tratar de que cada número ocupe el menor número de páginas posible. Ello lleva a emplear abreviaturas al comienzo de cada parlamento para designar a quien habla, que a la larga suele ser una dificultad añadida para el lector de cara a representarse mentalmente quién es el personaje que interviene.
En cuarto lugar, la dudosa calidad de gran parte de las obras publicadas, que -en esto hemos cambiado poco- solía obedecer más a criterios de oportunidad que de verdadero rigor artístico. Si hacemos un análisis profundo de la clase de teatro que se iba editando en las primeras décadas del pasado siglo, encontramos que junto a una minoría de piezas verdaderamente indiscutibles (de benavente, los quintero, azorín, etc.), hay demasiada paja como para que los lectores aficionados cayesen en la tentación de comprarlas con asiduidad. Y respecto de los clásicos, se presentaban retocados, mal adaptados, mutilados, hechos a medida de los gustos o las exigencias de la época. Lo mismo podría decirse de algunas obras de teatro extranjero (ibsen, d'annunzio, etc.), que se presentaban en traducciones no demasiado solventes.
Era aún la época del teatro en verso, aunque empezaba a imponerse también el escrito en prosa. Pero aún triunfaban los Villaespesa, Marquina, etc. frente a los Unamuno o Benavente. Y unas décadas en las que lo cómico, frívolo y superficial se imponía claramente sobre lo dramático.
No todas las colecciones tuvieron la misma singladura. Algunas pasaron con más pena que gloria, con apenas un centenar de títulos, y otras se prolongaron durante décadas, hasta alcanzar más de 700 números. Aquí pretendo recordar la mayor parte de ellas, incluso las publicadas en las postrimerías del siglo XX, aunque no siempre hay información suficiente respecto de su duración, contenido, fecha de estreno de las obras publicadas, etc.
Sed bienvenidos. Muy pronto el veneno del teatro empezará a hacer efecto.
Juan Ballester
martes, 30 de abril de 2013
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